Llovía. Con fuerza. Las gotas de lluvia marcaban el ritmo de su corazón, mientras veía marchar la última esperanza que le quedaba. No sabía qué pensar, no sabía qué sentir. ¿Dónde estaba aquel momento que la hizo suya? ¿Dónde estaba el momento en que toda su vida giró, y se volvió gris? ¿Qué pasó con su sonrisa de princesa y su piel de sapo?
María quería gritar, llorar, patalear, y salir huyendo de aquel lúgubre cercado. Pero no podía. Algo se lo impedía.
Se encontraba atada, sin una sola fuerza a la que aferrarse más que a las ganas de morir. Sus labios sellados con un ligero plástico marrón, que le secaba la boca y empezaba a ahogarla. Sus pies, atados como si de la cuerda de un barco amarrado al puerto se tratase, comenzaban a sentir un cosquilleo pidiendo a gritos que el riego sanguíneo les alcanzase. Sus manos, completamente rojas, le empezaron a provocar tal sensación de agobio que aquella habitación empezaba a hacérsele pequeña y a ahogarla cada vez más.
Entonces sonó el rechinar de una puerta. Detrás de ella, se encontraba Mario, en busca de lo que perdió hace años. Una vida que debió recuperar en su momento, pero que nunca llegó.
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